Enara Ruiz, voluntaria en Bolivia, escribe una carta a la tres Hijas de Jesús que viven en Potosí y con las que ha compartido esta experiencia.
A mis tres hermanas de Potosí: Basi, Carla y Tita:
¿Qué tal están? ¿Qué tal todo en Potosí? Parece que fue ayer mismo cuando recogí mis cosas para volver a España después de un mes allí, pero hace ya meses que no nos juntamos por la noche para ver el noticiario y jugar al telefunken, exactamente el mismo tiempo que hace que no nos sentamos juntas a la mesa para dar gracias y cenar, que es exactamente el mismo tiempo que la Basi no me regaña por ir poco abrigada. Ay… Espero que las tres estén bien y cuidándose mucho, pronto les llega el verano y el buen tiempo, ya me contarán que tal todo por allí cuando encuentren un momentito. Las extraño y llevo ya tiempo pensando en escribirles esta carta pero nunca parezco encontrar el momento.
Esta noche estoy refugiada en un cielo despejado y en una luna que gobierna sobre cualquier cima. Tengo un corazón calmado así que quería aprovechar para contarles que hace poco estuve hablando con una queridísima amiga a la que admiro aún más. Esta amiga se llama Elisa y, además de ser una maravillosa amiga con la que ojalá todo el mundo pudiera contar, es toda una intelectual. Vean ustedes; explicándome Elisa lo que su madre siente por ella me hizo entender que, en esta vida, lo único más fuerte que el amor son las creencias.
Y, claro, yo que siempre he pensado que el amor es lo que Aristóteles llamaría «el primer motor del mundo» que Elisa me diga que no es así, que son las creencias por lo que la gente está dispuesta a inmolarse y que el amor no es más que un acólito, cuanto menos me trastoca y me deja pensativa un cuarto de hora y me hace preguntarme: ¿en qué creo yo? ¿En qué cree Enara a sus 27 años de edad? Y, hermanas mías, no hallo respuesta clara y distinta. Veo que yo aún no sé si Creo o no Creo, aún no sé si creo en Dios o no; pero tampoco sé si creo en las ONGs, si creo en la democracia, en los Presupuestos del Estado, en los amores para siempre, en las energías o en la bondad innata del ser humano. Tampoco sé si creo en mí misma. Sin embargo, como por principios no puedo permitirme abandonarme al vacío de la epojé, debo afirmar que hay una cosa en la que sí que creo: creo en lo que he vivido en Potosí.
Tengo claro que he sentido un amor muy profundo en un paisaje que solo mostraba desolación. En unas vistas muy distintas a las de mi cordillera cantábrica. Un paraje rudo, en un paraje desértico, ventoso, frío y polvoriento, potosino supongo. Unas montañas escarpadas y secas en las que la piel sufre por efecto del sol y del viento, unas montañas en las que parece que la soledad se te va a comer y la vida parece imposible y, menos aún, una vida feliz. Pero una vez allí, a los pocos días, empieza a parecer que los ojos se aclimatan y parece que ya no necesitan gafas de sol, ni el cuerpo chamarras y buzos de lana que lo cubran. Y es que, cuando uno pasa tiempo en el altiplano boliviano, de alguna manera acaba sintiéndose protegido frente al desamparo que ofrece el paisaje, acaba sintiéndose en casa porque uno comienza a creer en lo que hace.
Cuando el cuerpo comienza a seguir la marcha y el ritmo del lugar, uno se da cuenta de que el frío, el sol y el polvo son males menores, meros inconvenientes. Cuando uno se deja invadir por la rutina de caminar hasta la escuela, abrir las puertas y esperar a unos niños ansiosos de juego y sonrisas, se siente protegido. Una vez has conseguido sacar al Cristian de debajo de la mesa, lo has hecho sentar y lo has visto ansiar su cuaderno de caligrafía, comienzas a creer. Con toda probabilidad,. no sabes en qué, pero crees y eso protege; tampoco sé frente a qué protege, pero lo hace, da fuerza para mirar a una realidad que cuanto más miras más dura se presenta.
Y hoy pienso que tal vez sea eso lo que el ser humano necesita para terminar de asentarse y domesticar el mundo, lo que dice mi amiga Elisa: creer. Tener fe.
Fe en lo que uno hace, fe en el compás del corazón, de la acción y el lugar.
Quizá el verdadero remedio contra el mal de altura sea quedarse en esos cuatro mil metros de altitud en lugar de huir. Quedarse y conocer los salones de belleza que las Hijas de Jesús preparan en Barrio Lindo para unos niños que no tienen agua corriente en casa, u observar sentado al abrasador sol los crochés llenos de color de unas mujeres que tejen vida, o, simplemente, olvidarse de uno mismo y saltar a la comba por horas porque la mera presencia de los niños obliga a jugar. Tal vez el auténtico remedio para el mal de altura, no sean ni el sorochipil ni el ibuprofeno, sino creer en un mundo lleno de posibilidades donde la sonrisa de la Yessica, los ojos de la Verónica, el caos del Cristian y los brazos de la Yhovanna sean infinitos. Me atrevo a plantear que, tal vez, el remedio contra muchos males pueda ser algo tan simple como creer, creer en el amor.
Así pues, doy termino a esta misiva, no tengo mucho más que contarles. Yo estoy entusiasmada con la idea de poner un pequeño corral de gallinas y patos. Ya les mandaré unos huevos cuando comiencen a poner.
Las abrazo con un corazón lleno de creencias afectuosas desde el otro lado del Atlántico,
Enara.